El empresario mago
El pasado año visité al dueño de un negocio de la ciudad. Un buen local, con no pocos empleados y con su público en la zona. Me senté frente al hombre y, tras saludarnos, empezamos a hablar de lo que le preocupaba.
“Si lo llego a saber no me meto”, “El día a día me come”, “Ojalá pudiera cambiarme por alguno de mis empleados”,… El listado de agravios era interminable. Especialmente cuando, a medida que avanzaba la conversación, él empezaba a ser consciente de la dimensión de los marrones que le rodeaban. Se ve que llevaba tiempo sin hablar de ello con nadie.
Sí, él era un desastre. No controlaba el sector. De hecho, ni siquiera tenía experiencia previa en él. Le venía de familia. Se lanzó a ese negocio, como podía haberse lanzado a cualquier otro. Saltaba a la vista que lo que hacía no le motivaba. Sin duda, necesitaba ayuda y, por supuesto, quien tenía enfrente podía prestársela. Pero no había manera. Algo se me estaba escapando.
Yo había estado tan centrado en la conversación, que apenas desvié mi mirada de su rostro. Pero sonó su teléfono y se puso a hablar. Entonces giré la cabeza y observé que la pared que había a mi espalda estaba repleta de carteles enmarcados. Todos ellos anunciaban actuaciones de un mago. Los carteles eran viejos. No tenían menos de una década. Justo la edad que tenía el negocio. El mago era él.
Terminó su llamada y me preguntó: “¿Dónde estábamos?”. “¿Cuánto hace que no actúas en público?”, le pregunté yo, mientras me giré para mirar los carteles… Se quedó pensando unos segundos, bastantes. Suspiró. No le dejé hablar, repregunté: “¿Te gustaría volver?”. “Sí”, respondió al instante. Y entonces, sólo entonces, fue él quien empezó a preguntarme y a comprender que algo tenía que hacer.
Un año después, sigue siendo propietario del negocio, pero ya no lo gestiona él. El local va mejor. Y él ha vuelto a actuar.
“Si lo llego a saber no me meto”, “El día a día me come”, “Ojalá pudiera cambiarme por alguno de mis empleados”,… El listado de agravios era interminable. Especialmente cuando, a medida que avanzaba la conversación, él empezaba a ser consciente de la dimensión de los marrones que le rodeaban. Se ve que llevaba tiempo sin hablar de ello con nadie.
Sí, él era un desastre. No controlaba el sector. De hecho, ni siquiera tenía experiencia previa en él. Le venía de familia. Se lanzó a ese negocio, como podía haberse lanzado a cualquier otro. Saltaba a la vista que lo que hacía no le motivaba. Sin duda, necesitaba ayuda y, por supuesto, quien tenía enfrente podía prestársela. Pero no había manera. Algo se me estaba escapando.
Yo había estado tan centrado en la conversación, que apenas desvié mi mirada de su rostro. Pero sonó su teléfono y se puso a hablar. Entonces giré la cabeza y observé que la pared que había a mi espalda estaba repleta de carteles enmarcados. Todos ellos anunciaban actuaciones de un mago. Los carteles eran viejos. No tenían menos de una década. Justo la edad que tenía el negocio. El mago era él.
Terminó su llamada y me preguntó: “¿Dónde estábamos?”. “¿Cuánto hace que no actúas en público?”, le pregunté yo, mientras me giré para mirar los carteles… Se quedó pensando unos segundos, bastantes. Suspiró. No le dejé hablar, repregunté: “¿Te gustaría volver?”. “Sí”, respondió al instante. Y entonces, sólo entonces, fue él quien empezó a preguntarme y a comprender que algo tenía que hacer.
Un año después, sigue siendo propietario del negocio, pero ya no lo gestiona él. El local va mejor. Y él ha vuelto a actuar.
(Artículo publicado en DNA el 29.11.15)
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