¡Chivaos!
Se dice que somos un país de envidiosos. Yo no diría tanto. Sin embargo, a la luz de los discursos de los principales responsables institucionales, económicos y sociales, sí nos gusta compararnos, evocando las bondades de otros países a los que nos gustaría parecernos.
Así, por ejemplo, se suele escuchar que para converger con los países más avanzados de la UE debemos poner en práctica una fiscalidad más justa. No les falta razón a quienes lo dicen. Mientras que en España los ingresos públicos totales por habitante en 2011 fueron de unos 8.200 euros (35% del PIB), en Dinamarca, Suecia o Finlandia fueron de 24.000 (56% del PIB), 21.000 (52%) y 19.000 (53% del PIB), respectivamente. Un abismo.
Escuchamos, por ejemplo, que tenemos mucho camino que recorrer para asimilarnos a nuestros admirados países nórdicos en términos de confianza en las instituciones. Tampoco van mal encaminados quienes afirman tal cosa, porque según el último Eurobarómetro, mientras que en España quienes tienden a desconfiar del Parlamento son el 85%, en Suecia, Holanda o Dinamarca, por el contrario, quienes tienden a confiar en él representan el 68%, 53% y 46% respectivamente. Otro abismo.
Y también se escucha, se habla, se escribe y se propone cada vez más, que deberíamos luchar más y mejor contra la corrupción, así como mejorar nuestro sistema político. Efectivamente, la corrupción y la política son, según la sociedad española, el tercer y cuarto problema que tenemos, algo que también nos diferencia de las democracias más avanzadas.
No parece haber llegado aún el momento en el que los principales actores político-social-económicos se dispongan a acordar e implementar las reformas estructurales en nuestro sistema, en el sentido que la inmensa mayoría de la población está reclamando. Más bien, parecemos encontrarnos aún en medio de un momento de cambio caracterizado por la expansión propositiva. Un período en el que las propuestas sobre transparencia, debate democrático, participación o dación de cuentas son las claves de bóveda sobre las que, desde diferentes instancias sociales, políticas, económicas o intelectuales, se plantea edificar la democracia y la política del futuro.
En mi opinión, y frente a las críticas en torno a la mayor o menor solidez de las propuestas reformistas que venimos conociendo, es saludable que esto ocurra, porque la regeneración de la política en España tiene tantos prismas, que no va a haber una propuesta mágica que acabe dando la solución en un momento concreto. Será, como anticipaba, la última parte del proceso de cambio en cuyo epicentro nos encontramos.
Y yo, como firme partidario de la expansión propositiva, me sumo al debate. Pero en esta ocasión, lejos de las claves de bóveda sobre las que giran todas las propuestas.
Describía al inicio algunas de las diferencias abismales que nos separan con nuestros países admirados. Pero hay una gran diferencia más que quiero resaltar. Es una diferencia doble basada en convenciones sociales: la sobrevaloración de la picaresca y la infravaloración del chivato.
Desde la infancia vamos aprendiendo a ser pícaros, se nos inculca una forma de hacer las cosas para obtener un mayor rendimiento con el menor esfuerzo posible. También desde la infancia, en nuestro país se nos enseña a no ser chivatos y, sobre todo, a criticar y aislar socialmente a quien se chiva.
Sin menospreciar las que mencionaba al principio, considero que si fuéramos capaces de erradicar esta última doble diferencia, aportaríamos en gran medida la solución al tercer y cuarto problema de nuestra sociedad. Aquí y ahora es inconcebible que un Ministro dimita por haber empleado la picaresca de falsificar su currículum; o que a uno le echen la bronca en público por saltarse un semáforo de peatones delante de un niño y a la vista de un policía que procederá a sancionar al infractor. Ambas cosas llevan décadas ocurriendo en otras latitudes, empero.
Piense el lector en las consecuencias que la sobrevaloración de la picaresca y la infravaloración del chivato tienen para ralentizar la lucha contra la corrupción o el reseteo del bloqueado sistema político. Si nosotros y nuestros representantes, que son un reflejo de la sociedad, debemos/deben ser pícaros, ¿cómo evitar el fraude? Y, sobre todo, si marginamos/marginan al chivato, ¿cómo esperar que haya denuncias públicas ante la corrupción, la opacidad ilegal o la degeneración democrática? Porque, por ejemplo, ¿cuántos miembros del PP sabían los de Bárcenas y la contabilidad del PP desde hace años? ¿O cuántos dirigentes sabían lo que ocurría con los ERE de Andalucía?
Desde la clásica campaña “Hacienda somos todos”, hasta las medidas que en la actualidad se están considerando como necesarias – interconexión de datos hacendísticos a tiempo real, nuevo impuesto a las transacciones financieras, etc. –, el camino para terminar con la picaresca podría estar trazado.
Pero, ¿y qué hay del chivato? Mi propuesta sería que recuperemos las acepciones que la Real Academia de la Lengua atribuye al término, todas positivas, tanto en lo referido a personas adultas como a infantes. Que lo prestigiemos, que lo pongamos en valor. Que nos convirtamos en uno de ellos en la empresa, en clase, en los partidos políticos, en las instituciones. ¡Que les dediquemos un día nacional si hace falta! Pero que se acabe ya con la impunidad de quienes infringen las normas, amparados en la seguridad que les otorga la reprobación social que recibirá quien denuncie su conducta.
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