¡Más cambios y menos discursos!

Llevamos años escuchando y leyendo que estamos viviendo la mayor crisis institucional de nuestra historia democrática. Y ni siquiera el 40 aniversario de nuestra Constitución, que acabamos de 'celebrar', permite atisbar que el final del tortuoso camino estaría cerca. Parece no haber forma de parar esta competición hacia la autodestrucción democrática.

Seguro que el lector, sea cual sea el color del cristal de sus gafas ideológicas, compartirá conmigo que hoy muchas de las promesas políticas que conocemos a través del informativo matinal ya han caducado para el informativo del mediodía. Que la pos-verdad se abre paso de manera grotesca. Y que las verdades duran el tiempo que transcurre de un tuit al siguiente. Así, el incumplimiento de la palabra dada es una de las grandes causas de la desafección política en nuestro país. Si acompañamos este incumplimiento de la alta percepción de la corrupción que existe, obtenemos un resultado también ampliamente compartido por la ciudadanía: una crisis de la representación a todos los niveles. Lo grave es que el inmovilismo, el cortoplacismo y la alergia a los cambios estructurales que han dominado la política española, no se han cobrado aún toda su factura.

Si echamos la mirada atrás, recordaremos que, en los meses y años posteriores al movimiento 15-M, los principales partidos de ámbito nacional y regional nos apabullaron con una panoplia de medidas de regeneración político-institucional de todo pelaje. Y, además, se comprometieron a ponerlas en marcha de inmediato. Era un momento de emergencia nacional. Era el momento de la verdad. Sin embargo, aquella llama se apagó debido a diferentes razones, particularmente, a que cuajó la idea de que emprendíamos la recuperación económica. Como consecuencia directa del parón, de la falta de valentía, del inmovilismo, las principales instituciones del Estado siguen con su credibilidad bajo mínimos.

Hoy, sí, hoy, después de todo lo que ha llovido, después de todos los 'cambios' que hemos vivido desde mayo de 2011, una gran parte de la población española sigue pensando que la política y los políticos son un problema, no una solución. Y esa percepción se debe a los comportamientos y las decisiones que han tomado los partidos (o, más bien, que han dejado de tomar) para reformar y regenerar nuestro sistema democrático y de convivencia.

Andalucía es España. Y la alta percepción de la corrupción que existe en España se da en Andalucía al menos de la misma forma, y por razones endógenas, no por efecto contagio. La Junta de Andalucía tampoco ha destacado precisamente por su crítica a la decisión del Gobierno del Partido Popular de haber inyectado (y no recuperado) casi 70.000 millones de euros a la banca en medio de la última crísis económica y social. Y la realidad socio-económica andaluza es una alumna aventajada en el conjunto de España, un país a la cabeza de Europa en crecimiento de la desigualdad y empleo precario, y en el que, según Cáritas, una cuarta parte de la población vive en pobreza relativa o severa.

No sirve de nada el trazo grueso. No hay 400.000 fascistas en Andalucía. Y es muy poco inteligente, además de torpe, atacar como se está haciendo a los 400.000 ciudadanos andaluces (y a los otros tantos simpatizantes del resto de España) que han optado por el voto del cabreo.

Si realmente importan nuestras instituciones, se debería hablar menos del partido que ha obtenido el 10% de los votos, y más del que ha sido el principal partido en las elecciones andaluzas. Porque el principal partido, con más del 41%, ha vuelto a ser la abstención. Y esa es, a mi juicio, la cuestión clave. Por eso sería muy de agradecer que los representantes políticos se pusieran a investigar y entender a la gente que, elección tras elección, decide que esa no es su guerra, que le es indiferente cada cita con las urnas, que siente vergüenza, que considera que nadie es lo suficientemente digno como para representarles.

Si de verdad hay una preocupación por el estado de salud de nuestra democracia, lo único que importa es conocer los cambios que se van a poner en marcha para limpiar la política española, para acortar la brecha socio-económica y para que recuperemos la esperanza en el futuro y la idea de prosperidad. Solo así estaremos protegidos ante los extremismos y les perderemos el miedo.

Lo demás son proclamas de coyuntura pronunciadas, generalmente, por gente que nunca asume la responsabilidad directa de sus actos. Y por cierto, la primera responsabilidad que debería asumir quien pierde un 30% del respaldo ciudadano, después de una legislatura en el gobierno o en la oposición, debería ser dejar paso. Seguro que así la política ganaría credibilidad.



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