Rita Barberá y el pacto anticorrupción
Los
partidos políticos de nuestro país hablan de transparencia y piden transparencia
permanentemente, sin embargo constituyen uno de los sectores más opacos de la
sociedad, ignorando los códigos y prácticas de buen gobierno más elementales.
En consecuencia, según los últimos datos
del Eurobarómetro disponibles, los españoles son los ciudadanos de toda la
Unión Europea que mayores niveles de corrupción perciben. El Índice de Percepción de la Corrupción 2015,
llevado a cabo por Transparencia Internacional, sitúa a España como uno de los
países “que ha tenido un mayor descenso en sus posiciones durante los últimos
cuatro años”, junto con Libia, Australia, Brasil y Turquía. Y por si fuera
poco, el barómetro del CIS de febrero de 2016 sitúa a la corrupción como
segundo problema de los españoles, solamente por detrás del paro.
Dos brillantes académicos españoles, que proponen resetear
España en su último ensayo, dicen que para terminar con la corrupción lo
pertinente es legislar de manera contundente contra ella, puesto que “si no hay
consecuencias, si los acusados mantienen durante mucho tiempo sus cargos, si
los delitos prescriben, si no van a la cárcel o se conceden indultos, entonces
la corrupción se va produciendo e instalando”. En este sentido es pertinente un
pacto para que las personas imputadas (ahora investigadas) por cuestiones
relacionadas con la corrupción, renuncien al cargo, independientemente de que
con posterioridad puedan ser rehabilitados.
Precisamente, en las medidas
contra la corrupción que aparecen el acuerdo firmado por Ciudadanos y el PP
para que los primeros invistieran a Rajoy como presidente, se contemplaba
literalmente la “separación inmediata de cualquier cargo público que haya sido
imputado formalmente por delitos de corrupción política hasta la resolución
completa del procedimiento judicial”.
Apenas unos días después
de haber firmado este acuerdo, y al hilo de un caso concreto de imputación por corrupción de un
recientemente elegido diputado popular, este empezó a ponerse en cuestión. Y el viernes, tanto por parte
del nuevo portavoz del Gobierno, como por parte de portavoz parlamentario
popular, esa prerrogativa del pacto
saltó por los aires, puesto que, según puede colegirse de sus declaraciones, la
falta de respeto a la presunción de inocencia hacia Rita Barberá es lo que ha
ocasionado su muerte.
No entraré en
disquisiciones sobre las implicaciones del tipo de vida que llevaba la señora
Barberá, que descanse en paz. Pero no tiene un pase que, con la que viene
cayendo en los últimos años y a la luz de los datos que se citan al inicio de
este artículo, ahora el PP quiera aprovechar esta desgracia para recular en una
cuestión clave para la imprescindible regeneración de la democracia en nuestro
país.
La necesidad de mayor
transparencia, junto con la inclusión de
políticas de reforma en la democracia interna en los partidos políticos, son
dos de las más señaladas como medidas a tomar para combatir y prevenir la
corrupción. Hay una tercera propuesta que se está abriendo camino en otros países: la que plantea
que los delitos por corrupción no prescriban a efectos de representación
pública.
En una reciente
investigación que estoy llevando a cabo en torno a la desafección política en
nuestro país, me he entrevistado con cuatro grupos de militantes de dos
formaciones políticas de ámbito nacional en Euskadi, La Rioja, Extremadura y
Catalunya.
Por edad, por región, por
sexos o por partido de pertenencia, todos los militantes están totalmente de
acuerdo con que los condenados por corrupción no concurran a las elecciones.
Además, tomados en conjunto, 9 de cada 10 militantes está totalmente de acuerdo
con la propuesta de que los imputados por corrupción no puedan ir en las listas
electorales. Finalmente, la militancia de ambos partidos respalda, casi
unánimemente, la idea de que quienes hayan sido condenados por delitos de
corrupción no pueda concurrir nunca más en una lista electoral.
Las sociedades donde la corrupción no prospera son aquellas
en las que se ataja con contundencia la corrupción (aunque sea “blanda”) en
cuanto asoma, pero el problema de extender esta idea del control social que los
valores dominantes de esas sociedades ejercen sobre la corrupción supone un
reto: cambiar la mentalidad de todo un país. Y ese cambio es de doble
dirección, desde la perspectiva de los gobernantes y también desde la
perspectiva ciudadana.
Se trata de no cobijarse bajo el argumento de que somos
personas y hay de todo entre nosotras. La ciudadanía gobernada también tiene su
papel en esta recuperación de la confianza, puesto que, como dice Muñoz Molina
“cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la
capitulación de los civilizados”. Parece que en el bando de los gobernados
civilizados las cosas están claras. No parece, sin emargo, que los gobernantes
civilizados tengan la intención de representarnos adecuadamente en esta
materia. ¿Es que acaso alguien pensaba que iban a cambiar?
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