Loco y emprendedor
El pasado viernes un ilustre alavés de adopción presentó sus memorias. No es verdad que sea la suerte. Casimemorias de un condenado a vivir es el título que Ernesto Santolaya ha puesto al relato de su vida. El libro fue presentado por su hija Mónica y los profesores Txema Portillo y Antonio Rivera, en uno de los actos más emotivos a los que yo he asistido. Terminé llorando con Íñigo y Pilar.
El salón de actos de la Casa de la Cultura estaba prácticamente lleno, pero no había ni rastro de candidatos o autoridades públicas, a pesar de que en el acto había muchas cámaras y de que estamos en campaña electoral. No me extraña. El poder, en todas sus expresiones, siempre ha sido objeto de los (siendo suave) dardos dialécticos de Ernesto.
A pesar de la sofisticación de su lenguaje y de su afición por la descripción excesiva, es un hombre al que se le entiende a la perfección. Siempre ha llamado a las cosas por su nombre y no se ha callado ni bajo el agua. Precisamente, yo le conocí en los tiempos en los que demasiada gente callaba, a principios de los 2000, en plena ofensiva etarra y en medio de una situación política y social lamentable. Junto a otras (pocas) personas de la cultura, de la universidad o de la política, Ernesto se dedicó a plantarse y a gritar ¡basta ya!
Quizás no ocurra, pero creo que su figura merece el reconocimiento de nuestra sociedad y alguna de las medallas que otorgan nuestras instituciones. Por emprender, fracasar y contarlo. Por mantener viva hasta el día de hoy una editorial en nuestra ciudad. Y por haber defendido la libertad.
Aún no me ha dado tiempo a leer este tocho de 800 páginas. Seguro que mucha gente lo hará al ver en la contraportada que se trata de “un viaje para a la postre no saber de qué va esto de vivir. (Ernesto) Ha sacado en limpio, no obstante, un par de cosas, que vivir siempre acaba mal y que en estar loco e intentarlo todo, está la dignidad”.
El salón de actos de la Casa de la Cultura estaba prácticamente lleno, pero no había ni rastro de candidatos o autoridades públicas, a pesar de que en el acto había muchas cámaras y de que estamos en campaña electoral. No me extraña. El poder, en todas sus expresiones, siempre ha sido objeto de los (siendo suave) dardos dialécticos de Ernesto.
A pesar de la sofisticación de su lenguaje y de su afición por la descripción excesiva, es un hombre al que se le entiende a la perfección. Siempre ha llamado a las cosas por su nombre y no se ha callado ni bajo el agua. Precisamente, yo le conocí en los tiempos en los que demasiada gente callaba, a principios de los 2000, en plena ofensiva etarra y en medio de una situación política y social lamentable. Junto a otras (pocas) personas de la cultura, de la universidad o de la política, Ernesto se dedicó a plantarse y a gritar ¡basta ya!
Quizás no ocurra, pero creo que su figura merece el reconocimiento de nuestra sociedad y alguna de las medallas que otorgan nuestras instituciones. Por emprender, fracasar y contarlo. Por mantener viva hasta el día de hoy una editorial en nuestra ciudad. Y por haber defendido la libertad.
Aún no me ha dado tiempo a leer este tocho de 800 páginas. Seguro que mucha gente lo hará al ver en la contraportada que se trata de “un viaje para a la postre no saber de qué va esto de vivir. (Ernesto) Ha sacado en limpio, no obstante, un par de cosas, que vivir siempre acaba mal y que en estar loco e intentarlo todo, está la dignidad”.
Comentarios