El futuro de la política
“Algo huele a rancio en la política. Y no
me refiero a la corrupción. No es un olor hediondo; se trata más bien de ese
olor a cuero o tejidos pasados que recuerda vagamente a su fragancia original,
pero que ha perdido ya la fuerza evocadora originaria”. Con esta cita comienzael profesor Vallespín una obra titulada como este artículo que, con apenas unadécada, es ya un clásico en el campo politológico.
A pesar de todas las crisis, pienso que aún
somos mayoría quienes creemos en una democracia representativa dotada de legitimidad
social, pero también reformada, tocando dos de sus pilares clave: los partidos
– cuyo papel es “fundamental para la participación política”, según el art. 2.6
de la Constitución, y que hoy son
percibidos como un problema - y las instituciones de representación.
Debemos innovar para obtener la fórmula
que cierre la brecha entre la política – partidos e instituciones - y la
voluntad popular en la que se fundamenta su legitimidad. Una fórmula reformista
que responda tres cuestiones clave: qué nuevos mecanismos contractuales ponemos
en marcha para con la sociedad; cómo se forma la voluntad colectiva; y qué
nuevos mecanismos de participación implementamos.
Respecto de la primera cuestión, las
relaciones sociales en democracia se establecen de acuerdo a mecanismos
contractuales. Debemos firmar un nuevo contrato basado en la confianza. Y no
hay mejor forma de transmitir confianza que la transparencia, en los partidos y
en las instituciones. No hay excusa alguna para no poner a disposición de la
gente lo que es suyo.
Medidas de transparencia que pasarían,
por ejemplo, porque los partidos dieran cuenta de su patrimonio y de los
ingresos procedentes de la Administración periódica y públicamente. Por
ejemplo, porque los cargos públicos estuvieran obligados a publicitar sus
declaraciones de actividades y bienes. O, por ejemplo, porque cualquier
ciudadano pudiera conocer el destino de los dineros públicos que reciba
cualquier empresa (pública, parapública o participada) o pudiera acceder a las
declaraciones de bienes y actividades de los responsables de tales empresas.
En cuanto a la segunda cuestión, dice el
fallecido profesor Judt en su magistral epílogo literario-vital que “la
disposición al desacuerdo, al rechazo o la disconformidad constituyen la savia
de una sociedad abierta”. Así pues, en la formación de la voluntad colectiva,
resulta imprescindible que haya debates serios, escucha activa y autocrítica.
Las estructuras internas y modos de
funcionamiento de los partidos distan bastante de ser todo lo democráticas que debieran.
También en las instituciones de representación asistimos a debates
prefabricados y rígidos, ajenos al propio sentido del parlamentarismo. O vemos
debates esperpénticos para aparentar que ciertas decisiones se toman en el
Parlamento, cuando mucha gente ya sabe que se han tomado en salas más pequeñas,
con poca luz y con menos gente.
¿Cómo cambiar esta realidad? O lo que es
lo mismo, ¿cómo fomentar la libertad de pensamiento y de opinión en un sistema
que ha degenerado? La teoría parecería sencilla: quitando poder a las cúpulas
de los partidos y dándoselas a los militantes y votantes, a la ciudadanía. La
práctica quizás no lo sea tanto.
Y esto me lleva a la tercera cuestión. En
poco tiempo hemos pasado de las palomas mensajeras a los smartphones. Se ha
transformado todo. Y las innovaciones que han ido dando forma a la sociedad
actual han hecho aún más flagrante la falta de adaptación de la política a la
nueva realidad. Es más, en ocasiones se han operado cambios en la dirección
inadecuada, pues “lapolítica en directo” – como la llama Daniel Innerarity –dificulta “las vías de
acceso y permeabilización” de esta con la sociedad.
Ha cambiado todo, menos los partidos y
sus estructuras; todo, menos las instituciones y los sistemas de
representación. Apenas hay diferencias entre el sistema político que yo vivo y
el que pudieron conocer mis abuelos en los años 40.
En este sentido, considero que, además de
reducir drásticamente el número de instituciones con criterios de eficacia y
eficiencia (sobran las Diputaciones Provinciales y hay que agrupar los 8.100 Ayuntamientos),
podríamos incorporar mecanismos ciudadanos de revocación de cargos públicos por
incumplimiento de programa o por mala gestión. También hace falta un sistema electoral
más dinámico, buscando una mejor representatividad del voto y desbloqueando las
listas en las elecciones al Congreso. Se podrían convertir en autonómicas las
circunscripciones, para hacer del Senado una Cámara de representación
territorial; en todo caso, si no se reforma, carece de sentido. O lejos de los
debates populistas sobre su número, se podría mejorar la legitimidad de los
parlamentos autonómicos con un sistema mixto de elección: eligiendo una parte como
hasta ahora (desbloqueando las listas cerradas, eso sí), y que otra fuera
elegida directamente por la ciudadanía en listas abiertas.
Y también habría que impulsar reformas
internas en los propios partidos. Por ejemplo, estableciendo primarias y listas
abiertas para la elección de sus representantes. O por ejemplo, impulsando
consultas a la militancia y a la sociedad de referencia. O, por ejemplo, con
mejores mecanismos de rendición de cuentas, para que sus militantes y votantes sepan
a quién pedir responsabilidades por una mala decisión o por una no-decisión.
En resumen, la fórmula para corregir la
erosionada legitimidad de la política, pasa por la construcción de una mejor
democracia sobre la transparencia, el debate crítico y la participación. Me
permito la licencia de instar a la izquierda a que patente la fórmula, sea esta
o cualquier otra.
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