Como el agua y el aceite
(Lo que está ocurriendo estos días y las predicciones sobre lo que va a ocurrir en el futuro en torno a la necesidad de reconciliarnos y normalizar las relaciones entre unos y otros, me han recordado un artículo que publiqué a medias con Rucar en El País - País Vasco en julio de 2006. Creo que viene al pelo)
Euskadi está cambiando para bien. Las modificaciones en la política que se han introducido desde marzo de 2004 están sirviendo para crear las condiciones necesarias para que en el País Vasco se viva, primero, en paz, y posteriormente en libertad. Parece que el PNV ya no se debate entre mantener la acción en torno a un frente abertzale con o sin atentados, sino en cómo compatibilizar su ensoñada construcción nacional con la transversalidad y la estabilidad institucional. Y después de tres años sin atentados mortales, la amenaza más grave que sufre el Estado de Derecho a manos de ETA son sus bravuconadas para consumo interno.
Un afiliado del Partido Socialista me contaba recientemente que, al pasar delante de la manifestación semanal que la izquierda abertzale convoca por el acercamiento de los presos en la plaza de la Virgen Blanca de Vitoria-Gasteiz, seguía teniendo la sensación de que media un abismo entre lo que son y representan los militantes de ese mundo con lo que son y representan los afiliados y simpatizantes del PSE-EE. Y así es.
Se nos puede pasar una mano o alguna seña en esta partida de mus que es Euskadi, pero al final las cartas mandan. Los vascos sabemos muy bien quién es cada uno, qué desea y cómo actúa para conseguir sus objetivos. Y es literalmente imposible una unidad política, y mucho menos de gobierno, con los herederos de HB.
Que nadie se lleve a engaño. Todavía, y me temo que durante muchos años más, la izquierda abertzale presenta una praxis política incompatible no ya con un partido de izquierdas, sino con cualquier partido democrático moderno. La movilización como principal activo político, solapando la imprescindible etapa de reflexión y de autocrítica; la identificación con una agonizante comunidad de resistencia, combativa y anti-sistema, que antepone el control social a la libertad individual de elección; el voluntarismo extremo en oposición a la testaruda realidad; el ultimátum cotidiano como forma de comunicación política; el militarismo militante contra la legalidad y, sobre todo, la facilidad con que se dogmatizan y sacralizan las propias posiciones. Es decir, una cultura política propia de las comunidades tradicionales anteriores a las democracias occidentales. A pesar de su retórica y su imagen, el nacionalismo de Otegi y compañía está infinitamente más cerca del carlismo parroquiano requeté del siglo XIX que de la izquierda pos-moderna, libertaria, igualitaria, pacifista y pactista del actual Gobierno de Rodríguez Zapatero.
Al nacionalismo radical le queda mucho camino por transitar para poder equipararse a una ideología moderna, inclusiva y democrática. Para empezar, deben andar el camino democrático que otros muchos llevamos recorriendo desde hace 30 años. Pero la auténtica frontera que debe traspasar es la de reconocer que las personas son más importantes que los territorios. Que una voluntad ciudadana mayoritaria -que no es el caso de sus reivindicaciones- se debe imponer sólo en el marco del Estado de Derecho de una democracia, pero salvaguardando los derechos ciudadanos de las minorías.
Si los socialistas creemos que las naciones y los Estados son fruto de la libre voluntad de adhesión de ciudadanos para el desarrollo de sus derechos plenamente reconocidos, el nacionalismo radical aún permanece en la idea de que la voluntad ciudadana deviene de una comunidad sobrevenida, anterior y con más prevalencia que la propia voluntad de las personas; y que esta comunidad -lingüística, étnica, e histórica- debe condicionar la existencia de las personas, pues sus derechos no dependen de su voluntad manifestada en ley, sino de lo que dicte el "pueblo", la comunidad en genérico. Su ideario político es una cuestión para analizar desde la antropología social, no desde la política democrática.
Esta diferencia sitúa a los abertzales radicales y a los socialistas, respectivamente, antes y después de la democratización de las sociedades. Por eso, los deseos, expresados a modo de chascarrillo en mentideros políticos, de que la alternativa al Gobierno del PNV es una entente a la catalana con EA y una legalizada Batasuna no son más que intoxicaciones y bulos malintencionados. La voluntad ciudadana o la voluntad comunitarista no se mezclan, como tampoco se mezclan el agua con el aceite.
Sí es cierto que Euskadi necesita una alternativa desde la izquierda. Nuestra autonomía sufre 26 años de gobierno nacionalista, la sanidad hace años que dejó ser referente en España, la educación privada supera en matriculaciones a la pública y la universidad se cae a pedazos. Un buen número de municipios vascos votan mayoritariamente a fuerzas situadas o que se autodenominan progresistas, pero son gobernadas por la derecha del PNV. También, se producen saludables coincidencias sindicales entre UGT, CC OO y LAB. Pero estos elementos no son suficientes para avalar las intoxicaciones malintencionadas de las que hablaba anteriormente, dada la completamente divergente concepción de la política, de la ideología y de los derechos que tenemos los socialistas y el nacionalismo radical.
Ahora bien, espero que en un futuro no muy lejano hagan todo el recorrido democrático que tienen que hacer para que sí nos pueda unir algo: el deseo de alcanzar la paz en libertad.
2 de julio de 2006.
Euskadi está cambiando para bien. Las modificaciones en la política que se han introducido desde marzo de 2004 están sirviendo para crear las condiciones necesarias para que en el País Vasco se viva, primero, en paz, y posteriormente en libertad. Parece que el PNV ya no se debate entre mantener la acción en torno a un frente abertzale con o sin atentados, sino en cómo compatibilizar su ensoñada construcción nacional con la transversalidad y la estabilidad institucional. Y después de tres años sin atentados mortales, la amenaza más grave que sufre el Estado de Derecho a manos de ETA son sus bravuconadas para consumo interno.
Un afiliado del Partido Socialista me contaba recientemente que, al pasar delante de la manifestación semanal que la izquierda abertzale convoca por el acercamiento de los presos en la plaza de la Virgen Blanca de Vitoria-Gasteiz, seguía teniendo la sensación de que media un abismo entre lo que son y representan los militantes de ese mundo con lo que son y representan los afiliados y simpatizantes del PSE-EE. Y así es.
Se nos puede pasar una mano o alguna seña en esta partida de mus que es Euskadi, pero al final las cartas mandan. Los vascos sabemos muy bien quién es cada uno, qué desea y cómo actúa para conseguir sus objetivos. Y es literalmente imposible una unidad política, y mucho menos de gobierno, con los herederos de HB.
Que nadie se lleve a engaño. Todavía, y me temo que durante muchos años más, la izquierda abertzale presenta una praxis política incompatible no ya con un partido de izquierdas, sino con cualquier partido democrático moderno. La movilización como principal activo político, solapando la imprescindible etapa de reflexión y de autocrítica; la identificación con una agonizante comunidad de resistencia, combativa y anti-sistema, que antepone el control social a la libertad individual de elección; el voluntarismo extremo en oposición a la testaruda realidad; el ultimátum cotidiano como forma de comunicación política; el militarismo militante contra la legalidad y, sobre todo, la facilidad con que se dogmatizan y sacralizan las propias posiciones. Es decir, una cultura política propia de las comunidades tradicionales anteriores a las democracias occidentales. A pesar de su retórica y su imagen, el nacionalismo de Otegi y compañía está infinitamente más cerca del carlismo parroquiano requeté del siglo XIX que de la izquierda pos-moderna, libertaria, igualitaria, pacifista y pactista del actual Gobierno de Rodríguez Zapatero.
Al nacionalismo radical le queda mucho camino por transitar para poder equipararse a una ideología moderna, inclusiva y democrática. Para empezar, deben andar el camino democrático que otros muchos llevamos recorriendo desde hace 30 años. Pero la auténtica frontera que debe traspasar es la de reconocer que las personas son más importantes que los territorios. Que una voluntad ciudadana mayoritaria -que no es el caso de sus reivindicaciones- se debe imponer sólo en el marco del Estado de Derecho de una democracia, pero salvaguardando los derechos ciudadanos de las minorías.
Si los socialistas creemos que las naciones y los Estados son fruto de la libre voluntad de adhesión de ciudadanos para el desarrollo de sus derechos plenamente reconocidos, el nacionalismo radical aún permanece en la idea de que la voluntad ciudadana deviene de una comunidad sobrevenida, anterior y con más prevalencia que la propia voluntad de las personas; y que esta comunidad -lingüística, étnica, e histórica- debe condicionar la existencia de las personas, pues sus derechos no dependen de su voluntad manifestada en ley, sino de lo que dicte el "pueblo", la comunidad en genérico. Su ideario político es una cuestión para analizar desde la antropología social, no desde la política democrática.
Esta diferencia sitúa a los abertzales radicales y a los socialistas, respectivamente, antes y después de la democratización de las sociedades. Por eso, los deseos, expresados a modo de chascarrillo en mentideros políticos, de que la alternativa al Gobierno del PNV es una entente a la catalana con EA y una legalizada Batasuna no son más que intoxicaciones y bulos malintencionados. La voluntad ciudadana o la voluntad comunitarista no se mezclan, como tampoco se mezclan el agua con el aceite.
Sí es cierto que Euskadi necesita una alternativa desde la izquierda. Nuestra autonomía sufre 26 años de gobierno nacionalista, la sanidad hace años que dejó ser referente en España, la educación privada supera en matriculaciones a la pública y la universidad se cae a pedazos. Un buen número de municipios vascos votan mayoritariamente a fuerzas situadas o que se autodenominan progresistas, pero son gobernadas por la derecha del PNV. También, se producen saludables coincidencias sindicales entre UGT, CC OO y LAB. Pero estos elementos no son suficientes para avalar las intoxicaciones malintencionadas de las que hablaba anteriormente, dada la completamente divergente concepción de la política, de la ideología y de los derechos que tenemos los socialistas y el nacionalismo radical.
Ahora bien, espero que en un futuro no muy lejano hagan todo el recorrido democrático que tienen que hacer para que sí nos pueda unir algo: el deseo de alcanzar la paz en libertad.
2 de julio de 2006.
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