¿Vuelta a la clandestinidad?


Hace unos días que la alcaldesa de París o el último presidente de la República, ambos socialistas, no estuvieron presentes en el 78 Congreso del Partido Socialista francés. Tampoco asistió el último primer ministro, Manuel Valls, que se ha cambiado de bando. Hollande es repudiado por la actual jefatura del PSF y, por su parte, Hidalgo parece estar valorando la mejor fórmula partidaria para concurrir a las elecciones a la alcaldía de la capital francesa que se celebrarán en 2020. Ante semejante panorama, el secretario general del PSOE, único dirigente extranjero que había confirmado su presencia en el cónclave, también se excusó a última hora a cuenta del “tema de Estado” de las últimas semanas: el máster fantasma de Cifuentes. En fin.

Lo cierto es que extrañas ausencias, repudios varios y deserciones más o menos justificadas son todas consecuencia del verdadero problema: el PSF pasó de trescientos a treinta diputados en las últimas elecciones a la Asamblea Nacional y no llegó al 7% de los votos en las presidenciales. Tanto tienes, tanto vales.

Esta suerte de vuelta a la clandestinidad no es patrimonio francés. Es verdad que hay lugares, los menos, en los que esto no ocurre, como en Portugal. Sin embargo, en los países occidentales donde se producen tamaños descalabros electorales en este nuevo siglo, la protagonista reiterada es la misma: la socialdemocracia.

Es muy difícil aportar algún argumento original en torno a las causas que han llevado a los socialdemócratas, a nivel general, a sus más bajas cotas de respaldo social en la competencia electoral democrática. Pretender hacerlo en una página de periódico es imposible, cuando existen sobresalientes tesis doctorales (esas de las que no se regalan) sobre la temática. De modo que centraré mi reflexión de hoy en dos sencillos argumentos o causas para la reflexión: el poder de la mediocridad y la primacía del orden interno sobre la voluntad disruptiva.

Creo en la idea de progreso y por eso no creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, en absoluto. Pero en el último tiempo, voluntaria o involuntariamente, las organizaciones socialdemócratas vienen prescindiendo aquí y allá tanto de quienes parecían ser lo que decían ser como de quienes hacían lo que prometían. Se ha prescindido de muchísimos valores que tenían un reconocido talento para seducir a los extraños más que a los propios, que es la clave para ganar elecciones, aunque en ocasiones eso lleve a perder los congresos o elecciones internas del partido. Se podrían poner centenares de nombres conocidos para ejemplificar esta afirmación.

Precisamente, en una conversación sobre el talento, un amigo me dijo que lo que vale para la empresa, vale para la política. Según el profesor Marcet, un experto en organizaciones empresariales, “una empresa es mediocre cuando sus líderes son mediocres y, en ese caso, tiende a ser complicada porque se llena de gente complicada. Lo mediocre es mirarse demasiado a sí mismo y hay directivos que tienen su ego como perímetro prioritario. Una empresa es mediocre cuando sus resultados son sostenidamente mediocres. Una empresa tiende a la mediocridad cuando se aísla de la sociedad donde habita. Cuando no entiende que ser inclusivo es hoy más estratégico que nunca”.

Esta reflexión me sirve para enlazar con el segundo argumento. Las organizaciones socialdemócratas vienen primando la unidad interna sobre la capacidad disruptiva y de innovación de sus protagonistas. Se trata de la vieja “ley de hierro” de la oligarquía partidaria de Michels, adaptada a los valores de la nueva modernidad y, además, con las sencillas herramientas de control social y de persecución del discrepante que ponen las nuevas tecnologías a disposición de la dirigencia de turno.

Esa priorización de la unidad, del orden interno, es letal para todas aquellas personas que entran en política con voluntad transformadora y que, necesariamente, deben tener capacidad crítica. Y aunque solo sea una unidad aparente, puesto que se consigue por la vía del estrechamiento de la base militante de la organización, la merma de esa capacidad crítica sirve para adoptar decisiones oportunistas, sin que exista una gran resistencia. Lógicamente, esto conlleva incurrir en flagrantes contradicciones que, a la postre, restan también base social.

Así, amparándose en la unidad de los más fieles y en el apoyo mayoritario de esa cada vez más estrecha base, la dirigencia socialdemócrata ha tomado decisiones que, a ojos vista de muchos observadores externos, resultan autolesivas. Por citar solo tres ejemplos recientes, en 2016 se trasladó a las bases del PSOE el refrendo de un inconcluso pre-acuerdo de investidura firmado con Ciudadanos, a quienes los candidatos socialistas denominaron durante toda la campaña como “la marca blanca del PP”. En 2017, en Francia, las bases del PSF pusieron al frente de su candidatura a las presidenciales al candidato que menos adhesión social cosechaba, según los expertos y los estudios de opinión. Este año, hace apenas unas semanas, los socialistas aprobaron en otro plebiscito interno formar gobierno con la CDU en Alemania, después de haber cambiado de candidato, supuestamente, para hacer justamente lo contrario, y de haberse pasado toda la campaña atacando a Merkel.

Las organizaciones socialistas nacieron y crecieron en la clandestinidad, desde donde contribuyeron a derrocar regímenes no democráticos y a asentar los pilares del bienestar que hemos disfrutado hasta la fecha. Hoy, las dictaduras que devuelven a una suerte de clandestinidad a estas organizaciones son otras: el poder de la mediocridad y la primacía de la unidad interna sobre la capacidad crítica de sus gentes. Así les va.



(Artículo publicado por EC el 16/04/18)

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