Mucha tensión y poca política
Una de las sedes de mi empresa está en Barcelona y a lo largo de los diez años que llevamos en el mercado, hemos establecido relaciones con centenares de empresarios de allí. Si bien el análisis de la crisis política catalana no es el objeto de nuestro desempeño profesional, en la última década hemos presenciado una evolución en su forma de pensar sobre la cuestión, lo que supone un termómetro relevante a la hora de abordar un diagnóstico de la situación actual, así como de las opciones de futuro. Porque es obvio que la vida no termina el 1 de octubre de 2017. Después del 1, llega el día 2, como gusta decir al lehendakari.
El empresariado catalán, en línea con el de otras muchas latitudes de nuestro país, no se ha caracterizado por hacer pronunciamientos públicos en torno asuntos políticos, como es el caso de la opción de la independencia para Catalunya. Sin embargo, basta con echar un vistazo a la prensa de los últimos meses, para comprobar que desde hace tiempo abandonaron esa suerte de neutralidad que les caracterizaba. En junio hicieron un llamamiento al President a que acudiera a las Cortes Generales a defender su proyecto; días después conminaron nuevamente a Puigdemont a “evitar el choque institucional”; finalmente, justo antes del verano, manifestatron directamente que la consulta del 1 de octubre está “fuera de los principios de la democracia”. Lógicamente, el espectáculo de las últimas semanas, ha dejado en un segundo plano cualquier llamamiento a la sensatez, venga de quien venga.
Y es que más allá del mundo empresarial, hoy en Catalunya, como ocurría en Euskadi a principios de siglo, se ha convertido en un problema hablar de política en las citas familiares, en los encuentros entre amigos, en las reuniones de la asociación a la que uno pertenezca. Desgraciadamente, la tensión es la principal protagonista del debate público (y no tan público) catalán.
Obviamente, la tensión no surge de la nada. La Generalitat no está siendo en absoluto ejemplar en su comportamiento en el último tiempo. Las leyes no se pueden respetar solo si le dan la razón a uno mismo. Y en absoluto se pueden defender las sectarias, arbitrarias y poco transparentes decisiones que viene adoptando la Generalitat (acompañada estos días por la mitad del Parlament), desde que pusieron velocidad de crucero a su plan de desconexión.
Sin embargo, el “tancredismo” del Gobierno Central en esta cuestión, es el peor favor que se puede hacer a un Estado que, después de 40 años de recorrido democrático, ya requería de reformas importantes antes de este último conflicto.
Ante el cuestionamiento de la soberanía acotada en la Constitución que hoy protagoniza el nacionalismo catalán – pero que otros nacionalismos periféricos y diferentes movimientos han protagonizado intermitentemente desde 1978 – las instituciones del Estado no pueden permanecer en la inacción y en la resignación, que ha sido la política del Gobierno en esta materia, por más que se pretenda ahora dar sensación de movimiento, e incluso de flexibilidad ante las propuestas de la oposición (del PSOE, básicamente). El tipo de (no)respuestas dadas por el Gobierno hasta el momento, incrementan la sensación de inseguridad y, por tanto, agravan aún más la situación. ¡Hasta a quienes creemos en él, se nos hace difícil a veces defender al Estado!
En todo caso, hay que tener claro que lo que ocurra el día 1, por grave que sea, no cambiará la realidad social en Catalunya. Las personas serán las mismas y los problemas seguirán en el mismo sitio.
Ante ese escenario, somos muchos los que pensamos que se debe dotar al Estado de Derecho de instrumentos que permitan medir la dimensión real del cuestionamiento de la soberanía a través de un procedimiento de consulta dentro de la ley. Pero para caminar en esa dirección, además de decisión, hace falta claridad, algo que, en palabras de Arregi, daría altura al debate y lo convertiría también en una oportunidad para la unión.
España es un país internacionalmente reconocido como democrático. Y en toda democracia existe el derecho ciudadano a que sea escuchada cualquier reivindicación que se formule por medios pacíficos. Y, sobre todo, debe haber cauces para la tramitación de tal reivindicación al alcance de la minoría que mantiene tal reivindicación.
En este sentido, y con total claridad, existe una reivindicación de independencia – con mayor o menor intensidad – en Catalunya. Es un derecho el poder reivindicarla. Como también existe el derecho a obtener una respuesta fundamentada, que es lo que no está ocurriendo en nuestro país, y esto resta legitimidad democrática al propio Estado.
Lógicamente, para que esta reivindicación pudiera sustanciarse en el marco de la ley, la ley habría de ser cambiada. Y no me refiero a una reforma constitucional, asunto tabú en las cuatro últimas décadas. Por norma, ninguna Constitución prevé la secesión, la española tampoco; pero en la medida
El impulso de una ley de este tipo, además de la decisión y la claridad ya mencionadas, requeriría de una gran voluntad política para el acuerdo que ahora mismo no existe en los gobiernos catalán y español, y tampoco en los partidos que los sustentan. ¿La habrá el día 2 de octubre?
(Publicado el 15.09.17 en EL CORREO)
Y es que más allá del mundo empresarial, hoy en Catalunya, como ocurría en Euskadi a principios de siglo, se ha convertido en un problema hablar de política en las citas familiares, en los encuentros entre amigos, en las reuniones de la asociación a la que uno pertenezca. Desgraciadamente, la tensión es la principal protagonista del debate público (y no tan público) catalán.
Obviamente, la tensión no surge de la nada. La Generalitat no está siendo en absoluto ejemplar en su comportamiento en el último tiempo. Las leyes no se pueden respetar solo si le dan la razón a uno mismo. Y en absoluto se pueden defender las sectarias, arbitrarias y poco transparentes decisiones que viene adoptando la Generalitat (acompañada estos días por la mitad del Parlament), desde que pusieron velocidad de crucero a su plan de desconexión.
Sin embargo, el “tancredismo” del Gobierno Central en esta cuestión, es el peor favor que se puede hacer a un Estado que, después de 40 años de recorrido democrático, ya requería de reformas importantes antes de este último conflicto.
Ante el cuestionamiento de la soberanía acotada en la Constitución que hoy protagoniza el nacionalismo catalán – pero que otros nacionalismos periféricos y diferentes movimientos han protagonizado intermitentemente desde 1978 – las instituciones del Estado no pueden permanecer en la inacción y en la resignación, que ha sido la política del Gobierno en esta materia, por más que se pretenda ahora dar sensación de movimiento, e incluso de flexibilidad ante las propuestas de la oposición (del PSOE, básicamente). El tipo de (no)respuestas dadas por el Gobierno hasta el momento, incrementan la sensación de inseguridad y, por tanto, agravan aún más la situación. ¡Hasta a quienes creemos en él, se nos hace difícil a veces defender al Estado!
En todo caso, hay que tener claro que lo que ocurra el día 1, por grave que sea, no cambiará la realidad social en Catalunya. Las personas serán las mismas y los problemas seguirán en el mismo sitio.
Ante ese escenario, somos muchos los que pensamos que se debe dotar al Estado de Derecho de instrumentos que permitan medir la dimensión real del cuestionamiento de la soberanía a través de un procedimiento de consulta dentro de la ley. Pero para caminar en esa dirección, además de decisión, hace falta claridad, algo que, en palabras de Arregi, daría altura al debate y lo convertiría también en una oportunidad para la unión.
España es un país internacionalmente reconocido como democrático. Y en toda democracia existe el derecho ciudadano a que sea escuchada cualquier reivindicación que se formule por medios pacíficos. Y, sobre todo, debe haber cauces para la tramitación de tal reivindicación al alcance de la minoría que mantiene tal reivindicación.
En este sentido, y con total claridad, existe una reivindicación de independencia – con mayor o menor intensidad – en Catalunya. Es un derecho el poder reivindicarla. Como también existe el derecho a obtener una respuesta fundamentada, que es lo que no está ocurriendo en nuestro país, y esto resta legitimidad democrática al propio Estado.
Lógicamente, para que esta reivindicación pudiera sustanciarse en el marco de la ley, la ley habría de ser cambiada. Y no me refiero a una reforma constitucional, asunto tabú en las cuatro últimas décadas. Por norma, ninguna Constitución prevé la secesión, la española tampoco; pero en la medida
en que prevé su reforma, nada impide al nuestros diputados regular los trámites previos para iniciar el propio proceso, eso no contraviene la interpretación que hizo el Tribunal Constitucional en 2008 sobre Ley de Consulta vasca. El constitucionalista Rubio Llorente fue uno de los defensores de esta tesis de forma bien lógica.
Parecería muy sensato iniciar los trámites para discutir y aprobar una ley “procedimental” (Ruiz Soroa), previa a una hipotética reforma constitucional, que regulase todos los aspectos necesarios, incluida la consulta previa en torno a la secesión a la parte de España que así lo haya solicitado de forma clara, sostenida en el tiempo y de manera no condicional. Sin duda, esta propuesta ayudaría mucho a clarificar las posiciones en el marco de la ley, a que dejáramos de darle tantas vueltas al asunto y emplear el esfuerzo en otros problemas y retos de futuro para nuestra sociedad.
El impulso de una ley de este tipo, además de la decisión y la claridad ya mencionadas, requeriría de una gran voluntad política para el acuerdo que ahora mismo no existe en los gobiernos catalán y español, y tampoco en los partidos que los sustentan. ¿La habrá el día 2 de octubre?
(Publicado el 15.09.17 en EL CORREO)
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