El sentido común no es proteccionismo
“Trump utiliza la legislación, trata de poner trabas al libre comercio con nuevos aranceles. Yo no quiero nada de eso, sino que todos, Administración pública y empresas privadas, reflexionemos cada vez que tomamos una decisión de compra”.
Estas palabras están entresacadas de la entrevista al presidente de la patronal de Bizkaia que este periódico publicó el pasado lunes. Aunque es verdad que Iñaki Garcinuño no concretó demasiado el tipo de propuestas que darían forma a su planteamiento, ha tenido la virtud de colocar en la agenda pública un debate crítico para nuestro modelo socio-económico futuro.
No hay más que darse una vuelta por los otrora híper-poblados polígonos industriales vascos, para ver que hay sectores de actividad se están quedando sin empresas aquí. No hay más que asomarse a las calles de nuestros pueblos y ciudades para percibir la mala evolución del comercio tradicional, así como para intuir sus oscuras perspectivas de futuro. No hay más que echar un vistazo a la contratación pública para percatarse de que las empresas adjudicatarias no son muchas, son muy voluminosas y, en no pocas ocasiones, tienen sus centros de decisión fuera de nuestro entorno.
Hay muchas personas que defienden que es inevitable que se dé esta situación, que es la ley de la oferta y la demanda. Hay quienes incluso manifiestan que aquellos que se opongan a ella son unos insensatos y unos irresponsables, y que llevarán a sus sociedades a la ruina. El propio lehendakari Urkullu, en respuesta a la iniciativa lanzada por el presidente de Cebek, llama a las empresas a ser sensibles en su política de compras, pero elude su responsabilidad como Administración argumentando que no se pueden “cerrar las puertas al campo".
Pues bien, aplicando estas “sagradas” leyes y los respectivos reglamentos de la austeridad que dictan las opacas instituciones financieras y monetarias internacionales, formamos parte de un país que en el que una de cada cuatro personas vive en condiciones de pobreza relativa o severa, en el que el número de ricos se incrementó el pasado año en más de 80.000, en el que se crea mucho empleo muy precario y en el que se destruye tanto o más, y en el que cada vez disponemos de menos ingresos para poder hacer políticas públicas redistributivas.
La política que se está aplicando no es la única posible. En absoluto. Y el actual estado de las cosas no se arreglará exclusivamente con medidas de choque. Evidentemente son necesarias determinadas políticas coyunturales, como relajar los objetivos de déficit, una reforma fiscal valiente y justa, una eficaz lucha contra el fraude fiscal, una revisión “a la baja” de las estructuras institucionales, o una mayor inversión en I+D.
Pero además de las medidas coyunturales, hace falta un cambio estructural, un cambio de modelo. No sé si Garcinuño quería ir tan lejos, pero creo que su propuesta abre la puerta a una discusión pública de fondo y de altura. La cuestión estriba en si tenemos la capacidad de empezar a cambiar el mundo empezando por nuestros pueblos y ciudades o si, por el contrario, tenemos que esperar a que se produzcan cambios a nivel global mecidos por la Mano Invisible de Adam Smith.
Junto a otro montón de personas, soy de los que piensan que podemos cambiar el mundo empezando por nuestros pueblos, ciudades o territorios, desde el ámbito privado y, por supuesto, desde lo público. Y que para ello no hay necesidad de que se operen grandes cambios a nivel global o regional.
Ninguna ley de la competencia impide que exijamos, por ejemplo, medidas de transparencia radical en las empresa y en los etiquetados de sus productos, de forma que quien consume sepa el máximo de detalles sobre los mismos. Ninguna institución puede impedirnos otorgar mayores ventajas fiscales a aquellas empresas que menor huella ecológica dejen o castigar a aquellas que empleen mano de obra infantil en su producción, y así conseguir algún día que los productos ecológicos o los de comercio justo sean más asequibles que el resto. No hay norma que nos impida fomentar los proyectos colaborativos y de cooperación entre empresas, proyectos que no pasen por eliminar a la competencia, sino que se basen en buscar alianzas para aportar más valor a nuestros productos y servicios. Nadie impide que en nuestras normas y ordenanzas de contratación se premie a las empresas con menor diferencia salarial entre el jefe y el último empleado, o a aquellas que hagan copartícipes de sus decisiones a un mayor número de trabajadores.
Estos y otros planteamientos por el estilo son defendidos por Christian Felber en su “Economía del Bien Común”. Hay también otros movimientos diferentes al anterior que están defendiendo – e implementando con éxito – modelos alternativos de crecimiento y desarrollo económico, más racionales y sostenibles. Son propuestas a valorar por cualquier persona que tenga una perspectiva de futuro y de progreso para nuestro país. Se trata de cuestiones de sentido común, que nada tienen que ver con el proteccionismo y las medidas involucionistas e irracionales de Trump o Le Pen.
Si como sociedad nos moviéramos en estos parámetros, además de cambiar nuestro devenir socio-económico, cambiaría la escala de valores que nos mueve hoy día y la que legaríamos a las generaciones venideras. Hay alternativas. Ahora lo que hace falta es voluntad para cambiar.
(Artículo publicado en EL CORREO y EL DIARIO VASCO el 10.02.17)
(Artículo publicado en EL CORREO y EL DIARIO VASCO el 10.02.17)
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