Fracaso, fuente de éxito
Son muchas las ocasiones en las que nuestros responsables institucionales, sociales y económicos evocan las bondades de otros países a los que, en principio, nos gustaría parecernos.
Por ejemplo, se escucha con frecuencia que aún debemos recorrer un trecho para asimilarnos a nuestros admirados países nórdicos en términos de confianza en las instituciones. Y la afirmación es atinada, porque quienes tendemos a desconfiar de Parlamento en España somos el 85%, entre 20 y 40 puntos por encima de Suecia, Holanda o Dinamarca.
O también se suele escuchar – especialmente estos días, tras la presentación de las primeras medidas fruto del acuerdo fiscal alcanzado en Euskadi – que para converger con los países más avanzados de la UE, debemos hacer que la fiscalidad sea más justa. Tampoco les falta razón a quienes dicen esto. En Dinamarca, Suecia o Finlandia los ingresos públicos totales por habitante en 2011 fueron de 24.000, 21.000 y 19.000 euros respectivamente. Mientras tanto, en España fueron de 8.200 euros, de 15 a 20 puntos de diferencia sobre PIB que en los países mencionados.
Podría seguir con más ejemplos de comparaciones de este tipo. Sin embargo el objeto de mi reflexión no es poner de manifiesto lo que dicen nuestros representantes. Más bien al contrario, quiero criticar lo que no se dice.
Concretamente, teniendo en cuenta los datos de desempleo y pobreza que sufrimos en nuestro país, echo en falta que los responsables de organizaciones de todo tipo o los líderes de opinión hablen más del fracaso. De la necesidad de compartirlo. De su valor pedagógico.
El fracaso también es un valor que se defiende en algunos de los países con los que nos gusta compararnos. Son muchos los representantes políticos y empresariales que hablan de las bondades de Estados Unidos en diferentes materias. Sin embargo, pocas veces se les escucha decir que allí llegar con un par de fracasos previos a la hora de pedir un crédito para crear una empresa, no es una mala carta de presentación. Todas y todos sabemos lo que pasa aquí en las mismas circunstancias: la entidad bancaria no ve la oportunidad, sino que ve el riesgo casi en exclusiva.
Aquí el fracaso es visto como un mal que te persigue por el resto de tus días. En España y en otros muchos lugares de Europa, no existe el incentivo legal para crear y lanzar nuevos proyectos, en la medida en que el precio del fracaso es altísimo a nivel legal. Muchos expertos indican que esta situación se debe a que el concepto de “bancarrota” no está en nuestra legislación. En base a este concepto, en Estados Unidos un empresario, un emprendedor no es legalmente responsable del fracaso de su proyecto a nivel personal. Y por tanto, puede empezar de nuevo tras esa declaración de bancarrota.
Sin embargo, aquí el empresario que por las razones que sea se ve obligado a cerrar su negocio y despedir a todos sus empleados, se convierte directamente en deudor personal, independientemente de que la empresa se haya movido siempre dentro de la estricta legalidad. Y así es muy difícil levantarse después de haber sufrido el golpe de tener que cerrar. Además, en el caso de que logre recuperarse, es muy probable que lo que gane esté destinado a saldar las deudas de su proyecto fracasado. De modo que, por desgracia, la experiencia pasada se acaba convirtiendo en un lastre, en lugar de representar una ventaja para el futuro.
Pero también hay miedo al fracaso desde el punto de vista social y de la imagen. Nos enseñan desde pequeños a decir siempre que las cosas nos van bien. Se nos dice que no hay que exteriorizar los estados de ánimo adversos. No se nos inculca el efecto balsámico de compartir nuestros fracasos, nuestras derrotas.
De modo que tanto el miedo legal como el miedo social al fracaso, formarían parte de las razones que nos llevan a arriesgar menos. Como muestra, un botón. Según un estudio sobre espíritu empresarial llevado a cabo por las Cámaras de Comercio de nuestro país, el porcentaje de personas que quieren ser asalariadas es similar en España y Estados Unidos. Sin embargo, estamos 10 puntos por debajo en cuanto a la predisposición a autoemplearse.
Efectivamente, cuando uno crea su propio negocio asume el riesgo de fracasar. Y cuando uno sufre una derrota, cuando se fracasa, se pasa mal. Pero si uno consigue sobreponerse, hay muchas posibilidades de que no vuelva a repetir los comportamientos que le llevaron a esa situación. Es ahí donde se produce el aprendizaje, precursor del emprendizaje y, por tanto, la fuente de todo futuro éxito. Y en mi opinión, esto no es sólo válido para el mundo de la empresa, sino que lo es también para cualquier aspecto de la vida.
“Se sufre, pero se aprende”, es la definición que un músico español ya fallecido hacía de la vida. “El fracaso se debe convertir en éxito”, es el título de una reflexión, de un concepto, de una asignatura que debería formar parte de cualquier proceso de aprendizaje en la vida.
(Artículo publicado en El Diario Vasco 10.04.14)
Por ejemplo, se escucha con frecuencia que aún debemos recorrer un trecho para asimilarnos a nuestros admirados países nórdicos en términos de confianza en las instituciones. Y la afirmación es atinada, porque quienes tendemos a desconfiar de Parlamento en España somos el 85%, entre 20 y 40 puntos por encima de Suecia, Holanda o Dinamarca.
O también se suele escuchar – especialmente estos días, tras la presentación de las primeras medidas fruto del acuerdo fiscal alcanzado en Euskadi – que para converger con los países más avanzados de la UE, debemos hacer que la fiscalidad sea más justa. Tampoco les falta razón a quienes dicen esto. En Dinamarca, Suecia o Finlandia los ingresos públicos totales por habitante en 2011 fueron de 24.000, 21.000 y 19.000 euros respectivamente. Mientras tanto, en España fueron de 8.200 euros, de 15 a 20 puntos de diferencia sobre PIB que en los países mencionados.
Podría seguir con más ejemplos de comparaciones de este tipo. Sin embargo el objeto de mi reflexión no es poner de manifiesto lo que dicen nuestros representantes. Más bien al contrario, quiero criticar lo que no se dice.
Concretamente, teniendo en cuenta los datos de desempleo y pobreza que sufrimos en nuestro país, echo en falta que los responsables de organizaciones de todo tipo o los líderes de opinión hablen más del fracaso. De la necesidad de compartirlo. De su valor pedagógico.
El fracaso también es un valor que se defiende en algunos de los países con los que nos gusta compararnos. Son muchos los representantes políticos y empresariales que hablan de las bondades de Estados Unidos en diferentes materias. Sin embargo, pocas veces se les escucha decir que allí llegar con un par de fracasos previos a la hora de pedir un crédito para crear una empresa, no es una mala carta de presentación. Todas y todos sabemos lo que pasa aquí en las mismas circunstancias: la entidad bancaria no ve la oportunidad, sino que ve el riesgo casi en exclusiva.
Aquí el fracaso es visto como un mal que te persigue por el resto de tus días. En España y en otros muchos lugares de Europa, no existe el incentivo legal para crear y lanzar nuevos proyectos, en la medida en que el precio del fracaso es altísimo a nivel legal. Muchos expertos indican que esta situación se debe a que el concepto de “bancarrota” no está en nuestra legislación. En base a este concepto, en Estados Unidos un empresario, un emprendedor no es legalmente responsable del fracaso de su proyecto a nivel personal. Y por tanto, puede empezar de nuevo tras esa declaración de bancarrota.
Sin embargo, aquí el empresario que por las razones que sea se ve obligado a cerrar su negocio y despedir a todos sus empleados, se convierte directamente en deudor personal, independientemente de que la empresa se haya movido siempre dentro de la estricta legalidad. Y así es muy difícil levantarse después de haber sufrido el golpe de tener que cerrar. Además, en el caso de que logre recuperarse, es muy probable que lo que gane esté destinado a saldar las deudas de su proyecto fracasado. De modo que, por desgracia, la experiencia pasada se acaba convirtiendo en un lastre, en lugar de representar una ventaja para el futuro.
Pero también hay miedo al fracaso desde el punto de vista social y de la imagen. Nos enseñan desde pequeños a decir siempre que las cosas nos van bien. Se nos dice que no hay que exteriorizar los estados de ánimo adversos. No se nos inculca el efecto balsámico de compartir nuestros fracasos, nuestras derrotas.
De modo que tanto el miedo legal como el miedo social al fracaso, formarían parte de las razones que nos llevan a arriesgar menos. Como muestra, un botón. Según un estudio sobre espíritu empresarial llevado a cabo por las Cámaras de Comercio de nuestro país, el porcentaje de personas que quieren ser asalariadas es similar en España y Estados Unidos. Sin embargo, estamos 10 puntos por debajo en cuanto a la predisposición a autoemplearse.
Efectivamente, cuando uno crea su propio negocio asume el riesgo de fracasar. Y cuando uno sufre una derrota, cuando se fracasa, se pasa mal. Pero si uno consigue sobreponerse, hay muchas posibilidades de que no vuelva a repetir los comportamientos que le llevaron a esa situación. Es ahí donde se produce el aprendizaje, precursor del emprendizaje y, por tanto, la fuente de todo futuro éxito. Y en mi opinión, esto no es sólo válido para el mundo de la empresa, sino que lo es también para cualquier aspecto de la vida.
“Se sufre, pero se aprende”, es la definición que un músico español ya fallecido hacía de la vida. “El fracaso se debe convertir en éxito”, es el título de una reflexión, de un concepto, de una asignatura que debería formar parte de cualquier proceso de aprendizaje en la vida.
(Artículo publicado en El Diario Vasco 10.04.14)
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