#Hablamos?


Apenas unas horas después del bochorno que sentimos una mayoría ciudadana al observar los acontecimientos que rodearon al ilegalizado referéndum catalán, un grupo de estudiantes lanzó la iniciativa #Hablamos?. De una forma muy similiar a lo que ocurrió con el 15M, la iniciativa corrió como la pólvora mediante mensajes privados, las redes sociales, y, finalmente, a través de los medios de comunicación de masas. 

Los convocantes hacían un llamamiento a tomar pacíficamente las plazas de los Ayuntamientos de las capitales de España, con banderas blancas y con una única reivindicación: el diálogo. Enseguida hubo quienes se lanzaron a descalificarla, con el argumento de que se trataba de un grupo de “buenistas” y/o “equidistantes” que, a fin de cuentas, hacía el juego a los independentistas.

Lejos de la realidad que dibujaban esos (pocos) profesionales de la tertulia, el pasado 7 de octubre, cientos de miles de personas secundaron la convocatoria y tomaron las plazas del país. Con los diferentes matices que caracterizan a cualquier agrupación de personas, los manifestantes reivindicaban básicamente el sentido último de la política: ser un instrumento útil para la resolución de los problemas de la sociedad, y no una fuente adicional de problemas.

A pesar del éxito de la convocatoria, el movimiento no ha sido un éxito. De momento. Porque su idea original no era la movilización, sino la presión para la consecución de un diálogo sincero y abierto entre los representantes. Y a esta reivindicación no hubo respuesta alguna, más allá de la atención mediática que se le prestó y de la salutación al mismo por parte de las formaciones políticas del ala progresista.

Se podría decir incluso que la iniciativa ha fracasado, a la luz de los acontecimientos posteriores: comunicación epistolar y poco clara, declaración unilateral de independencia, aplicación del desarrollo del artículo 155 de la Constitución, encarcelamiento de los ex consellers,…

Pero más allá de la coyuntura, por grave que esta sea, es importante levantar la cabeza y analizar el contexto. En este sentido, no hace falta ser una persona muy lúcida para saber que muchas de las promesas de regeneración de las instituciones y de las estructuras políticas y económicas que se hicieron tras el 15M, no se han concretado en cambios reales.

Según los estudios, una gran mayoría de la población española compartía en 2011 la principales denuncias de aquel movimiento: la falta de una democracia real en nuestro país y la desigualdad e injusticia social creciente. Y también compartía sus causas: una representación política deficiente, un poder económico descontrolado, una percepción de la corrupción muy acusada y una separación de poderes que dejaba mucho que desear.

Al calor del estallido social del 15M, se prometieron muchos cambios. Entre ellos, la mayor parte de las formaciones políticas se conjuraron para atajar la crisis de la representación, adaptando las propias formaciones políticas y las principales instituciones del Estado a una realidad social que se parece poco a la que alumbró la Constitución de 1978. Desgraciadamente, seguimos esperando.

En este sentido, quienes nos representan han de ser conscientes de la realidad de los últimos años y, por tanto, deben entender que ni la crisis catalana, ni ninguna otra de las que hayamos pasado o están por venir (en materia territorial, social o económica), se atajarán sencillamente con la aplicación de la legalidad vigente. Entre otras cosas, porque quienes dirigen los principales órganos de gobierno la Justicia y quienes les respaldan desde el Ejecutivo, están interpelados y cuestionados por una buena parte de la sociedad y por una mayoría del Congreso de los Diputados (aunque no se sea capaz de construir una alternativa coherente de Gobierno), por episodios realmente graves de corrupción, por acreditadas influencias de unos Poderes del Estado sobre otros, etc.

Es cierto que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley. Pero no es menos cierto que las leyes que no responden a la realidad política y social concreta, acaban siendo desbordadas. Y en los procesos de desbordamiento, las consecuencias son imprevisibles, e indeseables en la mayor parte de los casos.

Por lo tanto, es deseable que quienes nos gobiernan pongan luces largas y no piensen que las elecciones autonómicas del 21 de diciembre vayan a solucionar la cuestión de fondo. Tras ellas, las personas serán las mismas y los problemas seguirán en el mismo sitio, con mayor o menor intensidad.

Y por eso creo humildemente que la iniciativa #Hablamos? tiene recorrido. Porque reinvindica diálogo, que es lo que hace falta para realizar un diagnóstico común de nuestra realidad y, a partir de ahí, empezar a aplicar con premura el shock de modernidad que requieren las principales instituciones y leyes del país, comenzando por la Carta Magna.

España es un país democrático y, como en toda Democracia, existe el derecho ciudadano a que sea escuchada cualquier reivindicación que se formule por medios pacíficos. Y también debe haber cauces para la tramitación de tal reivindicación al alcance de la minoría que la mantiene.

No sé si esta argumentación será calificada como buenista o equidistante. En todo caso, la prefiero a la de quienes siempre piensan mal y no son capaces de despojarse de la parcialidad de su planteamiento. Además, es más (pro)positiva, algo de lo que no andamos muy sobrados últimamente en política.


(Artículo publicado en El Correo el 9 de noviembre de 2017)

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